Significado de la obra arquitectónica

La obra de arquitectura apela a nuestros sentidos, pero también a nuestra inteligencia. Es percibida como objetivo físico, en cuanto marco de nuestros movimientos y como objeto cultural, conectado con el conocimiento de las razones históricas que lo hicieron posible. El disfrute intelectual de la obra requiere un grado de información determinado sobre la época en que fue construida. La columna dórica que sobrevive ya sin soportar el peso de un entablamiento desaparecido, ofrece el valor estético de la ruina: el pensamiento sobre el paso de los años, sobre la asimilación por lo natural de la obra del hombre, la nostalgia de todo lo perdido. Sin embargo, si reconstruimos mentalmente su pasado, hablará de precisión, mesurada, la cultura propia de los antiguos griegos. Ambas visiones, la que ofrece el presente y la supuesta en el pasado, se superponen a la pura percepción física de ese objeto vertical cuya silueta se recorta contra un cielo azul, intensamente sombreada por las estrías que aún la surcan. La visión compleja es más rica que aquella que sólo atiende a razones históricas, o a la que sólo atiende a razones plásticas.

Templo de Poseidón. Uno de los templos griegos mejor conservados, erigido en la colonia griega de Pesto, a mediados del siglo V, es un templo hexástilo de orden dórico. El orden del templo no solamente precisa el diseño de cada pieza constructiva, sino su tamaño con relación al resto del edificio, su proporción. Fruto de la proporción propia del orden dórico es la poderosa presencia de este edificio: la robustez de las columnas, la amplitud de su entablamento que parece aplastar la piedra de los capiteles. Grecia supo, a trravés del instrumento de la proporción, expresar el sentimiento de grandeza de la arquitectura, abstrayendo su dimensión real.

La tradición clásica

Hace más de 2500 años, en las riberas del Mediterráneo, la cultura de la Grecia clásica sentó las bases de unas formas arquitectónicas que han sido constantemente utilizadas en Occidente durante los siglos sucesivos. Todavía hoy podemos ver en nuestras ciudades modernas, incluso en edificios construidos en este siglo, detalles y formas arquitectónicos provenientes de la antigua Grecia; formas que con cierta indiferencia se mezclan con anuncios publicitarios, con muros de vidrio de edificios de oficinas. Grecia dio lugar a la tradición que llamamos clásica,  desarrollada luego por Roma y sucesivamente olvidada y recuperada, ignorada y venerada, transformada continuamente por la historia.
Los griegos construyeron la idea de arquitectura más simple que podamos imaginar: el templo, una planta rectangular con cubierta a dos aguas, rodeada de una zona porticada. Esta simple concepción arquitectónica la ejecutaron, sin embargo con la mayor precisión y exactitud, como el engranaje de un reloj. En el templo todos los elementos son armónicos, sus medidas cumplen entre sí las proporciones que Grecia consideró base de toda belleza, las que cumple la música cuando suena agradablemente al oído, quizás las que cumple el mundo y todas sus piezas considerado como “cosmos” como conjunto ordenado. En Grecia, la arquitectura formulaba parte del cosmos y estaba en concordancia con sus leyes.
El origen de las formas arquitectónicas del templo es claramente constructivo: las columnas poderosas, sus capiteles que recogen el peso de los entablamentos horizontales, las cubiertas inclinadas que dirige en agua de la  lluvia. La construcción de piedra había sido precedida por la de madera; ese principio remoto explica tal vez las formas de algunos elementos del templo que, al petrificarse, se habrían convertido en decorativos. Medida y construcción, secretos de una arquitectura que no pretendía ser innovadora sino conservadora; a lo largo de siglos de maduración, la cultura griega perfiló lentamente y con exactitud un repertorio de formas limitado.  El producto fundamental de esta actitud, que condicionó el sentido de toda tradición clásica, son los órdenes.
Llamamos órdenes a conjuntos de elementos arquitectónicos: columna, capitel y entablamento. Cada uno de estos conjuntos es cerrado: no es posible inventar ni intercambiar elementos,; es completo: contiene la totalidad de piezas con las que puede construirse el templo, y es coherente: sus elementos están proporcionados entre sí y corresponden a una lógica constructiva concreta. Solamente la larga experiencia de los siglos pulió y modificó cada uno de los órdenes. Los órdenes responden perfectamente a la concepción griega del mundo; más sorprendente es su adopción en tiempos futuros, pero ya como producto lógico, ya como fetiche histórico, lo cierto es que constituyen la clave de la tradición clásica.
Grecia creó los órdenes dórico, jónico y corintio y el Renacimiento añadió los órdenes toscano y compuesto tras su observación de las ruinas de Roma.
El imperio romano, colonizador de la antigua y mesurada Grecia, adoptó sin reservas sus formas arquitectónicas con un sentido quizá más práctico que reverencial.
Utilizó tanto los diseños de los órdenes, como el producto de sus saqueos en la construcción de edificios grandiosos y variados. Pero tendió a convertir esas figuras de la arquitectura griega e un sistema ornamental. En su necesidad expansiva y constructora, Roma utilizó las posibilidades de las estructuras abovedadas, tanto para distribuir espacios de formas infinitamente variadas como para utilizar materiales más manejables y baratos, como argamasas y cerámicas. En esa acelerada carrera constructiva, Roma legó a la tradición clásica algo que, aunque más vagamente que los órdenes, también la caracteriza: un sentido armónico de la distribución espacial, la elegancia de las distintas secuencias de las estancias conseguida merced a la simetría, la solidez y la disposición de la arquitectura.
Pero la aportación de Roma al repertorio griego fue fundamentalmente la derivada de convertir el sentido constructivo de los órdenes en decorativo. Creó pilastras, columnas adosadas y semicolumnas; la superposición de un motivo griego, como el par de columnas arquitrabadas, al arco romano fundó uno de los motivos decorativos más recurrentes del clasicismo, inventó el orden toscano, variación del dórico, con fustes de columnas o pilastras sin estrías y la variación del corintio, que el Renacimiento llamó compuesto, derivado de su fusión con el jónico.

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