El Castillo de Jadraque es también llamado el Castillo del Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, lo expropió a los árbes en el siglo XI.
En tiempos de la dominación árabe, Jadraque fue un importante centro, que ponía en lo alto del estratégico cerro, vigilante de caminos y del paso por el valle, un fuerte castillo. Jadraque, durante esta época de los siglos x y xi, formó como uno más en el conjunto de estratégicos puestos vigilantes o castillos defensivos que los árabes pusieron en la orilla izquierda del fronterizo río: Alcalá de Henares, Guadalajara, Hita, el mismo Castejón o Jadraque, Sigüenza, etc, formaron el Wad-al-Hayara o valle de las fortalezas que daría nombre a la actual ciudad de Guadalajara.
La reconquista definitiva de este castillo fue hecha por Alfonso VI, en el año 1085. Quedó en principio, en calidad de aldea, en la jurisdicción del común de Villa y Tierra de Atienza, usando su Fuero y sus pastos comunales. Tras largos pleitos de los vecinos, a comienzos del Siglo XV consiguieron independizarse de los atencinos, y constituirse en Común independiente, con una demarcación de Tierra propia y un abultado número de aldeas sufragáneas.
Un un estilo que sobrepasaba la clásica estructura medieval para acercarse al carácter palaciego de las residencias renacentistas, a lo largo del último tercio del siglo XV fue paulatinamente construyendo este edificio que finalmente, en el momento de su muerte, entregó a su hijo mayor y más querido, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Cenete y conde del Cid.
Abandonado este castillo de sus dueños, Mariano Girón, duque de Osuna y el Infantado, a finales del siglo XIX decidió venderlo, y fue el Ayuntamiento, quien acudió a comprarlo, en la simbólica cantidad de 300 pesetas. El cariño que siempre tuvieron los jadraqueños por su castillo, en el que acertadamente siempre han visto el resumen de su historia local, les llevó a restaurarlo en un esfuerzo común, mediante aportaciones económicas y hacenderas personales, lo cual es un ejemplo singular que debería repetirse en tantos otros lugares donde las deshuesadas siluetas de los castillos parecen llorar su abandono.
El Castillo de Jadraque está construído en la cima de un cerro de proporciones perfectas. Su alargada meseta, que corre de norte a sur estrecha y prominente, se cubre con las construcciones pétreas de este edificio que hoy nos muestra su aspecto decadente a pesar de las restauraciones progresivas en él efectuadas. La altura y el viento suponen una agresión continua a estas viejas paredes medievales.
El acceso lo tiene por el sur, al final del estrecho y empinado camino que entre olivos asciende desde la basamenta del cerro. Hoy pavimentado este camino, permite un acceso cómodo, aunque empinado, hasta la entrada del castillo. Esta se encuentra entre dos semicirculares y fuertes torreones, uno de los cuales, el izquierdo, se ha venido al suelo derrumbado no hace muchos inviernos.
La silueta o perímetro de este castillo es muy uniforme. Se constituye de altos muros, muy gruesos, reforzados a trechos por torreones semicirculares y algunos otros de planta rectangular, adosados al muro principal. No existe torre del homenaje ni estructura alguna que destaque sobre el resto. Los murallones de cierre tienen su adarve almenado, y las torres esquineras o de los comedios de los muros presentan terrazas también almenadas, con algunas saeteras.
El interior, completamente vacío, muestra algunas particularidades de interés. Al entrar a la fortaleza, tras el paso del portón escoltado como hemos dicho por sendos torreones fortísimos, se accede a un empinado patio de armas que siempre estuvo despejado, y que se encuentra en una cuestuda terraza de nivel inferior al resto del edificio. Por un portón lateral abierto en el grueso muro que define al castillo propiamente dicho, se accede a un primer ámbito, de forma rectangular, con aljibe pequeño central, que fue sede de la edificación castrense propia mente dicha. Más adelante, hoy circuido por los altos murallones almenados, se encuentra el ancho receptáculo de lo que fue castillo-palacio levantado por el Cardenal Mendoza.
En el suelo aparece un enorme foso cuadrado, hoy cubierto con maderamen para evitar caídas accidentales, y que bien pudo servir de sótanos y almacenamiento de provisiones y bastimentos. Más adelante, ya en el fondo del edificio, se ven los restos, en varios niveles, de lo que fuera el palacio propiamente dicho. A través de una escalera incrustada en el propio muro del norte, se asciende al adarve que puede recorrerse en toda su longitud. En el seno de la torre mayor, de planta rectangular, que ocupa el comedio del muro del mediodía, se ha puesto hoy una pequeña capilla en honor de Nuestra Señora de Castejón, patrona del pueblo.
El castillo poseyó un recinto exterior del que quedan algunos notables restos, como la basamenta de la torre esquinera del norte. Se trataba de una barbacana de escasa altura, probablemente almenada y provista de adarves con saeteras e incluso troneras para contrarrestar posibles ataques. Su planta reproducía con exactitud la del castillo interior, y venía a cerrarse en el extremo meridional del castillo sobre las torres que flanquean el acceso al primer patio de armas.
La amplitud del interior, la homogeneidad de su silueta, y una serie de detalles en la distribución de los ámbitos destinados a lo castrense y a lo residencial, nos muestran al castillo de Jadraque como una pieza netamente renacentista y ya moderna. Entre sus medio derruidos muros, sobre el vacío silencio de sus patios, resuenan aún los ecos de los personajes ilustres que allí habitaron, desde el Cid Campeador, que en calor de un verano subió a golpe de espada, hasta el marqués del Cenete, don Rodrigo, que allá en la altura tuvo su corte de amor y sueños.