Las bestias tienen madrigueras; el ganado, establos; los carros se guardan en cobertizos y para los coches hay cocheras. Sólo los hombres pueden habitar. Habitar es un arte. Únicamente los seres humanos aprenden a habitar. La casa no es una madriguera ni una cochera. En muchas lenguas, en vez de habitar puede decirse también vivir. “¿Dónde vive Usted?”, preguntamos, cuando queremos saber el lugar en el que alguien habita. “Dime cómo vives y te diré quien eres”.
La equiparación de habitar con vivir procede d una época en la que el mundo era habitable y los hombres habitantes. Toda actividad se reflejaba y repercutía en la habitación. La habitación era siempre huella de la vida. Esta huella podía ser de piedra, enterrada durante milenios, o de hojas d epalmera ingeniosamente dispuestas para proteger al hoombre en tiempo de lluvia, pero siempre era una huella. La vivienda tradicional nunca estaba acabada en el sentido en que hoy decimos que un bloque de pisos o de apartamentos se entrega “llave en mano”. A diario recomiendan la tienda sus moradores, se levantan, la extienden, la desmontan. La casa de labor florece o decae con la prosperidad y el número de sus ocupantes; a menudo puede apreciarse dsde lojos si los hijos han abandonado ya el hogar paterno o si los viejos han muerto. Un barrio de una ciudad nunca estaba terminado: hasta la época de los soberanos absolutos, en el siglo XVIII, los barrios residenciales de las ciudades europeas eran el resultado no planificado de la interacción de numerosos artistas constructores.
Nunca se vivió del mismo modo en dos lugares distintos en le mundo, y por eso nunca se construyó ni se habitó del mismo modo. Hábito y habitar son palabras que guardan estrecha relación. Lo que los antropólogos llaman ‘arquitectura vernácula’ es tan peculiar de un pueblo o región como un dialecto. Cada cual habla como ha aprendido a hacerlo; el hombre construye y habita según le va en la vida.
Cocheras para hombres
La mayoría de los europeos de hoy conocen lo que es el arte de habitar sólo por relatos, por experiencias ocasionales en alguna aldea o por penosos y variados intentos de ocupar cocheras que fueron construidas para seres humanos. El desarrollo económico ha impedido por doquier, y quizás ha hecho del todo imposible, una vida activa, creadora de espacios habitables. El desarrollo económico ha cubierto de cemento el mundo habitable. El mdio ambiente se ha vuelto tan duro que nuestros cuerpos ya no pueden marcar en él su impronta. Así, pasamos por la vida sin dejar huella. Los barrios residneciales presentan hoy el mismo aspecto desde Taiwán a Pekín, desde Irkutsk a Ohio. Al artista no se le permite actualmente construir, pues perturba el orden uniforme de la construcción.
Sólo en una medida muy limitada se nos permite aún habitar a los hombres de la era industrial. Por lo general en vez de habitar, somos simplemente alojados. Los alojamientos se nos dan ya planificados, construidos y equipados; en el mejor d elso casos, podemos instalarnos entgre cuatro paredes alquiladas o compradas mientras no clavemos en ella ningún clavo. La habitación se ve reducida a la condición de cochera: cochera para seres humanos en la que por la noche es amontonada la mano de obra cerca de sus medios de transporte. Con la misma naturalidad con la que se envasa la leche en cajas de cartón se nos acomoda a las personas por parejas en las cocheras-vivienda.
Ya no vivimos bajo un techo construido por nosotros, sino que hallamos nuestro alojamiento en cuarteles prefabricados par anosotros. Habitar ya no significa dejar una huella de nuestra vida en el paisaje. Habitar equivale hoy a inscribirse en el censo de consumidores de alojamientos y tener derecho a un alquiler o a un crédito-vivienda. Quein contraviene la prohibición que ha impuesto la sociedad de no alojarnos a nosotros mismos deberá contar con la intervención de la policía. Si alguien en Lima intenta rotular un erial, o si alguien en Berlín pretende hacer habitables una sruinas, será tachado de intruso o de usurpador y será encarcelado.
Autor: Ivan Illich. En ‘Alternativas II’. Ed. Joaquín Mortiz, México 1988.